Rosa María Rodríguez Magda
Capítulo 1 del libro de Rosa María Rodríguez Magda
Capítulo 1 del libro de Rosa María Rodríguez Magda
Transmodernidad, Barcelona, Anthropos, 2004.
Pensar el mundo es hacerlo con categorías filosóficas. Y quizás haya sido la dialéctica hegeliana el método que mayor pretensión ha tenido de totalización racional. Enfrentarnos a lo “global” nos retrotrae a este épica del sentido que ciertamente parecía algo olvidada en estos últimos tiempos de malbaratamiento y dispersión.
¿Es posible aún hablar de una gran teoría (gran relato)? ¿El dinamismo de lo social sigue respondiendo a una dialéctica mas allá de los finales de partida anunciados?
Las postrimerías del siglo XX nos dejaron en una especie de impasse gnoseológico. Se habló de pensamiento postmetafísico y, con ello, la filosofía parecía inexorablemente ceder su puesto a disciplinas más positivas: la sociología, la economía, la geopolítica incluso. Pero esa misma imposibilidad de Absoluto manchaba de provisionalidad los saberes, otorgándoles un carácter hipotético, pragmático, posibilitista. El relativismo cultural ahogó la universalidad de los principios, y las grandes construcciones teóricas se configuraron únicamente como modelos de comprensión, cuya certidumbre, amén de contingente, era principalmente poética: lógica borrosa, teoría de las catástrofes, física de cuerdas, fractales y agujeros negros impregnando por doquier de finitud situada nuestras pretensiones teóricas.
La pasada centuria cumplimentó la estética del asesinato sin estridencia, la orgía displicente de la extenuación. Cada vez más, el mundo dejó de ser un factum, un conjunto de hechos, para convertirse en un fictum, un adherido de simulacros. Primero, se consumó el crimen de las esencias, ese transfondo noúmenico con que la antigua metafísica pretendía dar urdimbre subterránea a los fenómenos. Más tarde, la materialidad empírica fue adelgazando su consistencia hasta convertirse en un mero constructo ilusorio de nuestros modelos teóricos. Posteriormente, fue la Teoría misma, quien, aislada en sí misma y sin paradigmas contundentes, emergió como un heterogéneo haz de micrologías. Con esta triple crisis de la fundamentación –metafísica, empírica y teórica–, las nociones más arraigadas se convirtieron en meros consensos estratégicos. Tras la muerte de Dios y del Ser, a manera de epidemia silenciosa, un extinguirse desfallecido completó la plaga exterminadora: la Realidad, el Sujeto, la Historia... mostraban boqueantes los estertores de la agonía. El pensamiento se convirtió en un desalentado deambular entre espectros. Inusitada experiencia de lo fantasmático que, sin embargo, rehuía cualquier tinte de tragedia. Una afiebrada apoteosis de lo carnavalesco, una alegría dichosa de lo efímero tornó festivo este baile de muertos. Cual si de cuerpos gloriosos se tratara, felices al fin de deshacernos de la podredumbre de la carne, nos aprestamos a ser imágenes de nosotros mismos, entes aproximativos en un decorado virtual.
Delirio de la extinción, amable irrelevancia, feliz sustitución de las catedrales por las grandes superficies.
Pero veamos más de cerca algunas de las referencias y momentos mencionados.
Rápida revisitación hegeliana
Para Hegel, el Entendimiento es la forma característica del pensamiento deductivo, ejercicio analítico apropiado para las ciencias y la vida práctica, postulador de axiomas y reglas, que atomizan y desecan conceptualmente el fluir de los acontecimientos. Constituye tan sólo el primer momento del pensamiento filosófico, que ha de ser superado por un segundo: la Dialéctica, autodesplazamiento de las determinaciones finitas del primero. La Dialéctica conforma un trasiego de abstracciones contradictorias y complementarias, un fluir de nociones interdependientes, que en su dinamismo refleja el propio movimiento de la realidad. Todo cuanto existe se transforma en su contrario, es transitorio y mutable. Más allá del principio de tercio excluso de la lógica formal, no sólo A y no A es posible, sino que esta misma contradicción en el seno de los hechos se convierte en su primordial fuerza motriz. Un mundo contradictorio no es lo impensable, sino su más profunda realidad. Habremos, pues, de forzar nuestra lógica de forma que lo real sea también pensable; ello configura la función de la Dialéctica, un momento a su vez del pensar filosófico superado por la Razón, aquella que revelará la armonía subyacente –o supracente– a la contradicción, de una forma activa, englobando los opuestos en nuevas unidades. La etapa racional o especulativa de la filosofía representa “un regreso pensante a la impensada racionalidad del pensamiento y del habla ordinarios que antes había sido disuelta por la acción del Entendimiento”. Un ansia de Totalidad lograda, cumplimiento y enlace con una primera experiencia intuitiva, que no anula en un continuo homogéneo las contradicciones, pues las engloba, haciéndolas médula y tuétano de su unidad superior. Movimiento triádico que parte de un todo inmediato para fracturarlo, percibir posteriormente su miriádico estallido dinámico y elevarlo finalmente a una nueva y rica estabilidad. Tesis, Antítesis y Síntesis anuncian incansablemente el devenir del Espíritu, del Conocimiento Absoluto. La verdad es, definitivamente, el Todo; su forma de manifestarse, la Wissenschaft o Ciencia Sistemática; su tarea, “la realización del universal mediante la superación de pensamientos fijos y definidos”. El “Idealismo” de la Razón muestra la gesta de la comprensión y el dominio del mundo a través del Conocimiento Absoluto, cumple la reconciliación entre conciencia y autoconciencia. La historia ha recorrido fragmentariamente una serie de momentos, reunidos posteriormente en el Espíritu Absoluto. Así, “el Espíritu pensante de la Historia Universal, en la medida en que se despoja de esas limitaciones de los particulares Espíritus Nacionales y su propia mundanidad, capta su propia universalidad concreta y se eleva al conocimiento del Espíritu Absoluto, como la verdad eterna en la que la Razón cognitiva es libre para sí misma, mientras que necesidad, naturaleza e historia meramente son los ministros de su revelación y los vasallos de su honor”(1) .
La Modernidad como discurso global
He creído conveniente retomar estos breves trazos del pensamiento hegeliano para recordar cuan lejos nos hallamos de su romántica epopeya y, sin embargo, pienso demostrar, cuan olvidadizamente envueltos en retóricas totalizantes.
Don Jorge Guillermo Federico tenía algo de visionario y, cual Napoleón de los conceptos, tuvo su Waterloo de olvido. La Modernidad se construyó con las piedras de la Ilustración y la argamasa de la industrialización, postergando las pompas del Sturm und Drang; pero no deja de tener, con mirada retrospectiva, un cierto talante sistemático, aquel que otorga la creencia en Valores Universales y una fe casi incontestable en los bastiones del Sujeto, la Razón, la Historia o el Progreso.
El proyecto de la Modernidad ha sido datado por Habermas en el esfuerzo ilustrado por desarrollar desde la razón las esferas de la ciencia, la moralidad y el arte, separadas de los ámbitos de la metafísica y la religión. Si ello se plantea en el terreno de la teoría, la concreción material conlleva un proceso de modernización: revolución industrial, avances científicos, crecimiento demográfico, desarrollo de la tecnología, expansión de los mercados, capitalismo... que diseña un eje imparable caracterizado por el primado del dinamismo y la innovación. La Modernidad representa una mirada puesta en el futuro; es en él, y no en la imitación del pasado, donde el individuo piensa encontrar la realización de sus expectativas más o menos utópicas; lo nuevo atrae como rechazo y superación permanente, de ahí el espíritu vanguardista que anima la modernidad estética. Estos dos aspectos, fundamentos teóricos y desarrollo material, tienen, sin embargo, una desigual solidez; mientras el segundo parece constante, asumiendo las nuevas formas (sociedad postindustrial, nuevas tecnologías de la información...), el primero ha sido fuertemente criticado. Como Albrecht Wellmer resalta: “la modernidad, desde un punto de vista técnico y económico, está hecha de una madera tan dura que el jugar con su fin se convierte fácilmente en un juego de niños; en cambio, su sustancia político-moral, sus tradiciones democráticas y liberales, son tan frágiles, que el jugar con su fin se convierte en jugar con fuego. El transgredir la modernidad, en el sentido de una recaída en la barbarie, es hoy una posibilidad real”(2) .
La Modernidad, más allá de la heterogeneidad de sus contenidos, se percibe a la manera de un conjunto coherente de racionalidad y progreso ético-social, cuyo debilitamiento es sentido por muchos en forma de verdadera amenaza. Un paradigma donde, por así decirlo, todo ocupa el lugar adecuado. El conocimiento responde a un modelo objetivo y científico, validado por la experiencia y el progresivo dominio de la naturaleza, consolidado en un desarrollo de la técnica. Ello confluye en una superior emancipación del individuo y en el logro de mayores cotas de libertad y justicia social como horizonte paulatinamente alcanzable. Es esta Utopía la que cohesiona un modelo, cuya quiebra, desde su propio punto de vista, no puede sino conducir a la barbarie.
La quiebra de la postmodernidad
La Modernidad se ancla, por tanto, en la posibilidad y legitimidad de los discursos globales. La crisis postmoderna atentará precisamente contra esta posibilidad y legitimidad.
Lyotard denunció el fin des Grands Récits (modelo ilustrado, hegelianismo, marxismo, cristianismo...). La historia deja de entenderse cual un progreso lineal encaminado a la emancipación. Según ello entraríamos, en palabras de Arnold Gehlen, en la época de la post-historia. La razón universal habría revelado su manipuladora faz de racionalidad instrumental (Escuela de Francfort) y su utopía se habría mostrado como una efectiva jaula de hierro (Weber).
El fin del paradigma unitario abría la puerta a múltiples micrologías, discursos contextualizados, que ofrecían un panorama heterogéneo y disperso. Fragmento, polisemia, diferencia, exceso, hibridez... fueron conceptos preferidos para caracterizar esta situación. El descrédito de la innovación hizo abandonar el talante vanguardista, el futuro dejó de ser el referente y el pasado se convirtió en un almacén de imágenes, estilos e ideas para reutilizar. Pastiche, hipertexto, cultura de la copia, en suma, y del simulacro.
Sin embargo, es hora de analizar no sólo la quiebra de la postmodernidad, en el sentido de la ruptura que supuso con respecto a la fase anterior, sino la propia quiebra de ésta, es decir, su crisis.
Toda innovación cultural, en cuanto rompe con el discurso hegemónico, tiene un efecto crítico y revulsivo. La realidad se nos aparece de otra manera y nos urge a pensar con otros conceptos, forjarlos incluso, poner nombre a lo que aún no lo tiene. Es la labor de los pioneros intelectuales. Después, toda una legión de obrerillos apuntalará la construcción, perfilará sus aristas y reproducirá el modelo hasta la saciedad. Es la fase de la escolástica anquilosada, que, por sabida y estereotipada, torna caduca la construcción conceptual. Ya no nos encontramos ante la incertidumbre del pionero que se adentra en tierras ignotas y avanza inseguro el pie, sin saber si la consistencia del suelo soportará la audacia de su escalada, sino ante la plana certeza del papagayo repitiendo lugares comunes como si fueran axiomas, y que aun cuando parezca hablar igual que el pionero, completa justamente la labor contraria: frente al avance por territorios inexplorados, el anclaje en lo Mismo, un cerrar ojos y oídos a una realidad dinámica que estalla por los cuatro costados en un traje ya demasiado estrecho.
¿Podemos en los albores del siglo XXI seguir repitiendo sin pestañeo los conceptos post que fueron rupturistas hace más de veinte años?
Uno de los pilares del pensamiento post lo constituía, como ya hemos subrayado, la afirmación de la imposibilidad de los Grandes Relatos, de una nueva totalidad teórica. No obstante, desde una década a esta parte, un concepto estrella emerge por doquier.
La fragmentación y la multiplicidad de que daba cuenta la Postmodernidad parecían de forma irreversible condenadas a las fuerzas centrífugas y, sin embargo, los fragmentos dispersos han sido puestos en contacto, “englobados”, gracias a la revolución virtual de la sociedad de la información, posibilitando un nuevo Gran Relato: La Globalización.
Las Grandes metanarrativas de la Modernidad eran fruto de un esfuerzo teórico, de una voluntad de sistema, pertenecían al ámbito del conocimiento. La globalización, en cambio, es un resultado a posteriori de una revolución tecnológica, efecto práctico de una voluntad de interconectividad, y pertenece al ámbito de la información.
A la sociedad industrial correspondía la cultura moderna, a la sociedad postindustrial la cultura postmoderna, a una sociedad globalizada responde un tipo de cultura que, desde hace tiempo, vengo llamando transmoderna.
Modernidad, Postmodernidad, Transmodernidad sería la tríada dialéctica que, más o menos hegelianamente, completaría un proceso de tesis, antítesis y síntesis.
Globalización
El fenómeno de la globalización no puede reducirse hoy al mero inicio del “sistema mundial capitalista” que algunos (Wallerstein) remontarían al siglo XV con el surgimiento del capitalismo. Tras el llamado fin de la política o fin de lo social, nos hallamos ante una nueva intersección de ambos sectores mas allá del paradigma de los Estados nacionales.
De cara a una buena caracterización, parece pertinente la diferenciación que Ulrich Beck (3) realiza entre globalismo, globalidad y globalización. Por globalismo entiende “la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la ideología del liberalismo”(4) . La noción de globalidad apuntaría a la constatación de estar viviendo en una “sociedad mundial” donde no existen espacios cerrados. Dicha globalidad se pretende irreversible precisamente porque responde a profundos procesos, aunque no todos al mismo nivel, de globalización económica, política, social, cultural, ecológica... Así, globalización aglutina, responde y da nombre a todos aquellos “procesos en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”(5).
Todo ello configura un horizonte no ciertamente nuevo, pero sí cada vez estructurado de manera más coherente y consolidada, que apuntaría las siguientes líneas generales: mercado global, cultura globalizada, desarrollo constante de las tecnologías de la comunicación, sociedad de la información, política mundial postinternacional y policéntrica, implicación global de los conflictos bélicos, transculturales, los atentados ecológicos y el problema de la pobreza. Esta constante presencia de flujos y conectividad constituye un naciente proceso de totalidad, cuyo modelo no es jerárquico o piramidal, sino reticular, desorganizado, sin centro hegemónico. Si la consolidación del Estado nacional dirigió el impulso moderno, y la sociedad postindustrial representó un fluido esfuerzo por dotar de sentido a los organismos internacionales, intentando ampliar el modelo político moderno de un renovado y plural contrato social, la globalización muestra las limitaciones del modelo estrictamente político, incorporando los recientes actores financieros, movimientos no gubernamentales, mediáticos.. .sin que resulte siquiera pensable o deseable la idea de un gobierno mundial, aun fundado en vagos principios democráticos o de respeto a normas compartidas como los Derechos Humanos.
Son estas declaraciones formales, así la citada de los derechos humanos, las que hoy ostentan una marca paradójica. Por un lado, se mantienen como huecos paradigmas de un espíritu ilustrado ya caduco; por otro, se pretenden ideales regulativos para un nuevo cosmopolitismo republicano o elemento movilizador light de organizaciones no gubernamentales que parecen, blandamente, haber tomado el relevo de la otrora clase obrera revolucionaria. En cualquier caso, su universalismo, más allá de los Estados nacionales, y por el mismo debilitamiento de éstos, encuentra también menguadas las atribuciones de los órganos supervisores de su observancia.
Lo Glocal (R. Robertson), esto es, la preponderancia de los niveles globales y locales en detrimento de los espacios territoriales tradicionales, diseña una nueva geopolítica, donde el espacio en el que medró la construcción de la Modernidad parece despojado de su protagonismo histórico y de la urdimbre afianzadora de todo un modelo político, ético, social e identitario. El fin del “dominio estatal del espacio” (Agnew y Corbridge) nos sumerge en un “espacio de flujos” (Castells), que acaba definitivamente con el paradigma moderno.
La teoría política y ética se nos aparece rezagada, enarbolando conceptos acartonados e inadecuados, en un vano intento por racionalizar fenómenos que no caben en unas hechuras diseñadas para un mundo distinto del actual. Nuestro pensamiento, como nuestra realidad social, debe convertirse en “transfronterizo”, fluido, reticular e inestable. Un pensamiento de riesgo para pensar la sociedad de riesgo mundial. Después de lo nacional, lo postnacional y, posteriormente a ello, lo transnacional. Trans es el prefijo que debe guiar la nueva razón digital en una realidad virtual y fluctuante.
Esta “política mundial policéntrica” según de Rosenau (6) es caracterizada, en lectura de Beck (7) , por la aparición de:
- Organizaciones transnacionales (del Banco Mundial a las multinacionales, de las ONGs a la mafia...).
- Problemas transnacionales (crisis monetarias, cambio climático, las drogas, el SIDA, los conflictos étnicos...)
- Eventos transnacionales (guerras, competiciones deportivas, cultura de masas, movilizaciones solidarias...)
- Comunidades transnacionales (basadas en la religión, estilos de vida generacionales, respuestas ecológicas, identidades raciales...)
- Estructuras transnacionales (laborales, culturales, financieras...)
Transmodernidad
La globalización muestra cómo lo que realmente pasa ocurre en muchos lugares a la vez, y no cual mero eco o reverberación. Es la interconexión misma quien produce esa simultaneidad. Lo local se convierte en translocal.
La posibilidad de acciones en tiempo real crea una suerte de eternidad laplaciana, no estática sino dinámica, la permanencia de la celeridad. La realidad es constante transformación. Las circunstancias concretas se transcienden, forman parte de un conjunto interconectado, que globalmente se reajusta sin cesar. Finalmente, el Todo no nos remite a una instancia religiosa o supranatural, tampoco al reino noúmenico de la metafísica o de la Lógica Absoluta. Lo transcendente estaba más allá y más acá de la realidad empírica, ahora se ha convertido en la propia realidad empírica hiperrealizada: la transcedencia virtual.
La cultura ya no es la matriz universal que atenúa las diferencias, pero tampoco la expresión de un Volkgeist. La sociedad postmoderna, vía la crítica postcolonial, pretendió acabar con ese vilipendiado universalismo de “hombres blancos muertos o viejos” en favor del multiculturalismo; frente a ello, la sociedad de la información globalizada nos ofrece un efectivo panorama no post ni multi, sino transcultural, a modo de síntesis dialéctica, pues incluye en su seno tanto el impulso cosmopolita cuanto las presencias locales más exiguas.
Denominamos a la sociedad de la información “sociedad del conocimiento”, y ello implica un sutil desplazamiento epistemológico. Conocer ha sido, durante centurias, desvelar, penetrar –no en vano la verdad se entendió platónicamente como aletheia. Debíamos prescindir de la apariencia para llegar a la esencia, ir más allá de los fenómenos para descubrir lo nouménico, encontrar la cifra, la lógica que subyacía a los acontecimientos, la fórmula que nos posibilitara el adecuado proceso inductivo-deductivo. Pues bien, ahora el criterio de corrección del conocimiento ya no lo prescribe la adequatio (intellectus ad rem) sino la transmisibilidad. Ésta es la sociedad del conocimiento porque se configura y transforma en función de la cantidad de conocimiento que transmite. Lo no transfererible no cuenta. Todos, en la medida en que seamos proveedores de software, consigamos reciclarlo, utilizarlo, difundirlo, aplicarlo, estaremos en situación de ocupar el puesto líder de los aventajados. Ser interactivos es dominar los códigos de la transmisibilidad; triunfar, obtener réditos de ello. Si en la sociedad industrial la plusvalía la generaba la fuerza de trabajo, en la sociedad digital el valor añadido lo configura el input de transmisibilidad.
Estamos en la era de las transformaciones, los compartimentos estancos dejan de tener sentido, todo funciona en tanto está interconectado, trabaja en equipo o es capaz de reformularse según nuevas demandas o aplicaciones. La sociedad industrial promovió la fabricación en serie y el consumo masificado como criterio de rentabilidad, hoy los productos base deben poder adaptarse a la demanda individualizada, sea en el mobiliario de diseño, la programación informática o en la televisión por cable. Y no sólo los productos manufacturados: la propia naturaleza se convierte en algo maleable a través del diseño, los transgénicos se alzan a la vez en esperanza y amenaza. E incluso el cuerpo promueve una simbiosis entre la biología y la máquina: chips, implantes, reproducción asistida, clonación, adheridos tecnológicos que prolongan nuestra sensorialidad desde el móvil al ordenador de pulsera. El modelo cyborg dibuja la metáfora de una corporalidad transhumana, mutante, de la misma manera que la transexualidad ha dislocado y abierto toda un posibilidad combinatoria de géneros, deseos e identidades, más allá del par masculino/femenino.
Jean Baudrillard ha descrito magistralmente toda esta escenografía de lo trans. Según su percepción “todos somos transexuales, en tanto el cuerpo sexuado está abocado hoy a una suerte de destino artificial”(8). Lo social se convierte en su propia puesta en escena mediática: “estamos en la transpolítica, es decir en el grado cero de lo político, que es también el de su reproducción y de su simulación indefinida”(9). La semiurgia de las cosas a través de la publicidad, los media y las imágenes comportaría una transestética, vértigo ecléctico de las formas. “El sistema funciona menos por la plusvalía de la mercancía que por la plusvalía estética del signo”(10).
Si la glasnost (transparencia) marcó la caída de la perestroika, el deshielo del régimen soviético y el fin de la política de bloques, esa misma metáfora de transparencia ejemplifica hoy un mundo que desea ser imagen, instantánea presencia en la pantalla, holograma translúcido y transferible.
Un mundo transaccional cuyo modelo de legitimación no es la autoridad, sino el contrato, la negociación para el ámbito político, financiero o social, criterio que avala tanto el talante democrático cuanto el dinamismo económico.
No se trata de un mero juego de palabras, de la aleatoria frecuencia de un prefijo sin mayores consecuencias. Su apabullante presencia en aquellos calificativos con los que pretendemos describir nuestro presente es el aviso de una diferente configuración epistemológica, de una serie de desplazamientos epistémicos generadores de un nuevo paradigma. Nos empeñamos en pensar política y éticamente con nociones modernas, repetimos cultural y estéticamente los tópicos postmodernos, reflexionamos sobre la globalización con la perplejidad de este ir y venir entre ambos paradigmas fenecidos. La realidad es ya otra, urge un pensamiento transmoderno, es necesario, si queremos comprender lo que está ocurriendo, pensar la Globalización con el paradigma de la Transmodernidad.
La Transmodernidad se nos aparece síntesis dialéctica de la tesis moderna y la antítesis postmoderna, bien cierto que al modo light, híbrido y virtual propio de los tiempos. Irónicamente, frente a las pretensiones hegelianas, no como un acrecentamiento del Absoluto, sino constituyendo su vaciamiento omnipresente; no como verdadera realidad, sino virtualidad real; abandona la estructura piramidal y arborescente del Sistema, para adoptar el modelo reticular de la excrecencia replicante. Obviamente, la globalidad no es el Espíritu, ni el pensamiento único la Razón Absoluta, pero precisamente la síntesis, para serlo, debía recoger a la vez la positividad moderna y el vacío postmoderno, el anhelo de unidad del primero y la fragmentación del segundo. Henos aquí en una totalización suma de contingencias, que olvida el Fundamento y la Definición, convirtiéndose en cristalografía proliferante.
Quizás una enumeración de las características de los tres momentos pueda clarificarnos el proceso, aunque ello necesariamente implique una simplificación y una parcelación de un continuum mucho más complejo.
MODERNIDAD POSTMODERNIDAD TRANSMODERNIDAD
Realidad Simulacro Virtualidad
Presencia Ausencia Telepresencia
Homogeneidad Heterogeneidad Diversidad
Centramiento Dispersión Red
Temporalidad Fin de la historia Instantaneidad
Razón Deconstrucción Pensamiento único
Conocimiento Antifundamentalismo Información
escéptico
Nacional Postnacional Transnacional
Global Local Glocal
Imperialismo Postcolonialismo Cosmopolitismo transétnico
Cultura Multicultura Transcultura
Fin Juego Estrategia
Jerarquía Anarquía Caos integrado
Innovación Seguridad Sociedad de riesgo
Economía industrial Economía postindustrial Nueva economía
Territorio Extraterritorialidad Ubícuo transfronterizo
Ciudad Barrios periféricos Megaciudad
Pueblo/clase Individuo Chat
Actividad Agotamiento Conectividad estática
Público Privado Obscenidad de la intimidad
Esfuerzo Hedonismo Individualismo solidario
Espíritu Cuerpo Cyborg
Átomo Cuanto Bit
Sexo Erotismo Cibersexo
Masculino Femenino Transexual
Alta cultura Cultura de masas Cultura de masas personalizada
Vanguardia Postvanguardia Transvanguardia
Oralidad Escritura Pantalla
Obra Texto Hipertexto
Narrativo Visual Multimedia
Cine Televisión Ordenador
Prensa Mass-media Internet
Galaxia Gutenberg Galaxia McLuhan Galaxia Microsoft
Progreso/futuro Revival pasado Final Fantasy
Si observamos las tres columnas, en la primera predominan los principios bien definidos que tienden a la cohesión, la unidad, la afirmación, a un pensamiento fuerte. La segunda se ordena generalmente como antítesis: disgregación, multiplicidad, negación, pensamiento débil. La tercera suele mantener el ímpetu definidor de la primera pero despojado de su fundamento: al incorporar su negación, resuelve el tercer momento en una especie de clausura especular.
Veamos un poco más detenidamente las tríadas.
La Modernidad tenía el patrimonio de la realidad, aspiraba a su transformación. La semiosfera, nutriente del pensamiento postmoderno, lo transforma todo en lenguajes; el significante, alejado del referente, halla su significado en el reino del sentido, de la construcción eidética, por ello no es de extrañar que, en vez de realidades, encuentre simulacros. Sin embargo, ese camino hacia la desaparición sufre un giro inesperado en la visión transmoderna. Lo real y lo irreal ya no son opuestos, al aparecer un nuevo concepto de realidad, aquella no ligada a lo material sin por ello convertirse en ficción. La realidad y la existencia ya no son sinónimas: hay una realidad que no deja de “ser” por el hecho de “no existir” y que no se conforma con el mero status de simulacro, es la verdadera realidad: lo virtual.
La noción de presencia se modifica, por tanto, con este proceso. El sujeto moderno es un sujeto actuante que incide en los acontecimientos por su implicación física en ellos, ya sea en la transformación material de las mercancías, en el transporte, en los viajes, en las guerras, etc. La invención del telégrafo, del teléfono... prepara los primeros ensayos de acción a distancia. La sociedad postmoderna se halla sumergida en toda una serie de medios, pero la separación entre emisor y receptor mantiene la dilación espacio temporal, el receptor se encuentra abrumado frente a una serie de artilugios y un bombardeo de mensajes, la comunicación pierde la cercanía de los hechos; de esta manera, el individuo se siente pasivo receptáculo de procesos sobre los que no puede influir. Con la posibilidad tecnológica de la interacción, se rompe esta pasividad, esa sensación de ausencia. En la sociedad transmoderna, el sujeto recibe información y actúa sobre ella, puede incidir en tiempo real sobre lo que está ocurriendo, ya sea para comunicarse por e-mail, participar en un trabajo en grupo, realizar operaciones financieras o manifestar su opinión en directo en un programa televisivo. Está realmente en lo que ocurre a kilómetros de distancia gracias a una efectiva telepresencia.
El discurso moderno buscaba el primado de Lo Mismo, esto es, basculaba en torno al eje de la identidad y la definición, tanto en el terreno de las naciones, cuanto en el de la cultura o la ciencia. Conocer era, aún desde la innovación, integrar lo ajeno en lo propio, cuyo criterio de valencia lo constituía la homogeneidad. Con la crítica post emerge el primado de Lo Otro, los discursos anti-sistema, los márgenes, todo lo falsamente subsumido en una homogeneidad indiferenciada: los grupos raciales, las culturas minoritarias, las mujeres, los homosexuales; el azar, en suma, o lo inclasificable, la heterogeneidad como denuncia y apertura. Pero era una heterogeneidad que parecía dispersa, irreconciliable, cargada por ello de un potencial negativo, ensimismada en su propia consolidación miriádica. Actualmente, vía las nuevas tecnologías de la información, los grupos minoritarios ocupan la red, a veces con una actividad y presencia superior a la de ciertos segmentos tradicionales de la cultura, desde el agit-prop, las movilizaciones internacionales a la elaboración de fondos documentales o de difusión. Por otro lado, los esfuerzos y denuncias de la etapa anterior han creado una suerte de normalidad y asimilación, aun cuando sea en el gueto de los estudios especializados, las minorías estatalmente subvencionadas, la reivindicación de derechos civiles específicos o el exotismo comercializado. No hay, pues, abismo o denegación, sino más bien una especie de tolerancia desafecta, nominal aceptación en orden a lo políticamente correcto, pero que en casos concretos comienza a ser un avance de posiciones. Hoy, esta forma de apoyo a la biodiversidad cultural constituye, amén de un enunciado más o menos programático, una real visibilidad accesible.
Podemos encontrar las tendencias mencionadas en el imaginario estructural con que se ha pensado cada etapa. Hegel definía Sistema frente al mero Agregat y, por supuesto, toda su obra va encaminada a lograr ese Todo sistemático. Deleuze opuso rizoma a la estructura en árbol, optando por el primero. Vemos aquí la ruptura entre un pensamiento que tiende al centro, al orden, al tronco común origen de las sucesivas derivaciones y otro que apuesta por la dispersión en sentido liberador. Todo lo post pugnó por hacer estallar ese centro neurálgico en series, fragmentos, trazos, universo gnoseológico en expansión que no rehuyó lo caótico y conceptualizó el equilibrio como entropía aniquilante. Dicha dispersión encuentra sin embargo ahora una metáfora por medio de la cual las fuerzas irremisiblemente centrífugas se enlazan entre sí, de forma dinámica, en un incensante entrecruzarse de conexiones. No hay centro ni sistema ordenado, pero de alguna manera la Red otorga coherencia inestable, imagen global sin traicionar u oponerse al dinamismo de la dispersión.
La Modernidad se halla indisolublemente unida a la noción de tiempo por su propio talante de innovación y progreso, una temporalidad histórica que, ilustradamente, busca un acrecentamiento hacia lo mejor o hegelianamente el cumplimiento del Espíritu Absoluto. La industrialización, el maquinismo, las revoluciones, las utopías sociales... pretenden realizar un avance histórico progresivo. Es este optimismo el que comienza a tambalearse con la crisis de los Grandes Relatos de emancipación; parece como si no hubiera ya utopía esperándonos en el futuro, y se denuncia el rostro mortífero que éstas han tenido en sus intentos de plasmación práctica. El desmoronamiento del socialismo real nos presenta la sociedad de mercado como única alternativa sucediéndose a sí misma. Se apaga el optimismo y el carácter épico, es el momento de la famosa andanada de Fukuyama celebrando el fin de la historia. Pero, más que el acabamiento de los tiempos, la actual coyuntura tecnológica nos sorprende con el salto epistémico de su cumplimiento. El tiempo no es ya decurso, proyección o esperanza: se acelera de forma desorbitada, se condensa y se realiza, es el logro de la instantaneidad. Todo ocurre ya, delante de nosotros y a la vez, vertiginosamente, a la velocidad de la fibra óptica. El mundo transmoderno no es un mundo en progreso, ni fuera de la historia, es un mundo instantáneo, donde el tiempo adquiere la celeridad estática de un presente eternamente actualizado. El antes y el después, la cadena causal de los hechos o su sincronía, quedan también alterados, pues la prioridad de los acontecimientos viene dada por la celeridad de su transmisión, así las noticias menos importantes o de lugares peor conectados llegarán más tarde o ni siquiera llegarán, por lo que en ese caso no existen. Lo considerado menos relevante será percibido como consecuencia, y circunstancias distantes en el tiempo, sin son presentadas conjuntamente, conformarán un todo coetáneo.
La Razón era por excelencia la protagonista del espíritu ilustrado. Más allá de matizaciones terminológicas, nos estamos refiriendo a ese impulso de explicar el mundo y a la confianza en su posibilidad, cuya consecución progresiva alumbrará un consiguiente mejoramiento, social y ético. Pero el siglo veinte fue una centuria plagada de sospechas y autocrítica, que debilitó este pensamiento fuerte, jubiloso. Si tras ella, al fin, únicamente se evidenciaba una voluntad de poder, una manipulación ideológica u oscuras pulsiones inconscientes, sólo nos cabía ejecitarnos en la lucidez de su deconstrucción, derruir ese logocentrismo dominador que había tramado un complot oneroso, oculto en la parafernalia de las grandes palabras: Verdad, Justicia, Moral... Desvelar ese nominalismo mendaz y quedarnos con los signos, en un pensamiento postmetafísico, a medio camino entre la nostalgia y la euforia de la diseminación. Las síntesis no son necesariamente benéficas, a veces comportan lo más rechazable de los momentos anteriores o el retorno nebuloso de su confusión. Sin ser celebrado por nadie, el llamado pensamiento único se nos presenta con toda la pretensión de la necesidad sin alternativa de la razón ilustrada y el tufillo instrumental de los discursos pragmáticos. No obstante, repudiado o arrogante, ostenta ese consenso alimentado por el declive de las teorías alternativas, interlingua política de organismo internacional o financiero. Hay que aguzar mucho el matiz para encontrar la diferencia entre las diversas opciones ideológicas.
Si a la Razón le corresponde el ideal del conocimiento, a su crítica le acompaña un antifundamentalismo escéptico. Las últimas décadas han medrado en el relativismo, contextualismo, culturalismo... La ironía ha sido el arma para detener el retorno de los fastos, y también el instrumento para componer, desde la reiteración distanciada, una nueva estética. Pero todo ello no podíamos dejar de decírnoslo, difundirlo, con grandes aspavientos y forzando la máquina de todos los recursos tecnológicos a nuestro alcance. Esta furia del mensaje, esta compulsión comunicativa, se ha ido encontrando, casi sin esperarlo, con medios cada vez más sofisticados, configurando una especie de noosfera digital, la sociedad de la información, en la que todo –los hechos, los negocios y nosotros mismos– se reduce a paquetes de datos transferibles. La información no requiere de fundamentos metafísicos, su legitimidad no reside en una causa previa, sino en su propio funcionamiento operativo. Un paso más y la síntesis quedará realizada: llamemos a este hervidero de flujos comunicativos “sociedad del conocimiento” y habremos resuelto de un plumazo todos los problemas de más de veinte siglos de metafísica. De la academia a la empresa, de la sustancia al hardware, del monje en la biblioteca al management man.
La Modernidad representó la consolidación de los Estados nacionales como dominio territorial y definición de las identidades colectivas; todas las prácticas sociales (cultura, lengua, economía, historia, autoimagen...) remiten a una homogeneidad interna, controlada estatalmente. Esta soberanía va siendo poco a poco debilitada en favor de un mayor predominio de las relaciones internacionales que, cada vez más, dejan de ser el mero escenario de la diplomacia, las alianzas políticas y el comercio dirigidos por los Estados nacionales, para adquirir un predominio propio, dando lugar a una política postnacional y postinternacional, regida de forma creciente por las organizaciones internacionales, movimientos sociales y empresas transnacionales. Lo transnacional no es una mera negación post, sino recientísima configuración en la que los actores nacionales se ven sobredimensionados y superados, como he apuntado más atrás, por organizaciones, problemas, eventos, comunidades y estructuras transnacionales.
Al Estado moderno le corresponde un imaginario global simple, esto es, un anhelo universalista en cuanto a su cultura, y una vocación imperialista en cuanto a su expansión política: busca consolidar su territorio y proyectarse más allá de él. Este imaginario global simple fue duramente criticado por el pensamiento postmoderno. La momentánea atracción de lo local queda asumida en este conjunto envolvente que incluye lo específico, lo Glocal(11).
El postcolonialismo es algo más que el acceso a la independencia de los países antes colonizados, representa una crisis de legitimidad de todo expansionismo que intenta aunar la vocación inversora, la explotación de países dependientes y la modernización de éstos a través de una cultura supuestamente no marcada. Denuncia política, económica y cultural que, no obstante, se realiza en un mundo donde ya no se pueden recuperar las identidades nacionales estancas, pues los flujos de población han producido un mestizaje tanto en los países colonizadores como en los colonizados, generándose a la vez comunidades transétnicas en el seno de territorios delimitados y comunidades étnicas transterritoriales. La transmodernidad recupera así el ideal moderno del cosmopolitismo, pero no por una universalidad limpia de las diferencias específicas como imaginara el espíritu ilustrado, sino precisamente al diseminar estas diferencias más allá de su ubicación tradicional, generando una cumplida síntesis, un cosmopolitismo transétnico.
La Cultura no se pretende ya crisol de valores universales desentrañados, ni Volkgeist esplendente. Sin embargo, el llamado multiculturalismo se convierte también en una fase transitoria, aquella en la que los países desarrollados observan cómo han perdido la pureza de sus culturas nacionales y, entre el rechazo y el fervor de lo políticamente correcto, constatan, no sin tensiones, la configuración heterogéneamente agrupada de su población. Un paso más y ese efecto centrípeto de cohesión de minorías nacionales en el seno de los Estados vuelve a sufrir el efecto de una redifusión interconectada. Lo étnico no es el ámbito de estudio de la antropología moderna, pero tampoco el lugar de las reivindicaciones de las minorías. El mercado asume y potencia las diferencias en un real “bazar de las culturas”, las identidades locales se desarraigan a la vez que adquieren una difusión insospechada gracias a su mercantilización, la esencia se convierte en diseño, se consumen productos como estilos de vida o gastronomía: cenamos en un restaurante libanés, compramos un futón japonés, decoramos las paredes con motivos africanos, escuchamos música celta o vemos todos las películas rodadas en Hollywood. Aquí y allá, fragmentos de culturas se recombinan en revoltijo híbrido. No se trata de multicultura, sino de transcultura.
La Modernidad era el reino de los fines, proyecto, futuro, meta, realización, horizonte de riqueza y emancipación, utopía del progreso y del cumplimiento. Tras su crisis, pensamos el saber como juegos del lenguaje, la vida también como un juego desde cierto yupismo hedonista. Una cierta infantilización nos introdujo en un ludismo sin transcendencia y, es más, en esta azarosa combinatoria sin futuro se proyectaban las heterotopías liberadoras. Se juega a la bolsa igual que se juega a la guerra (la guerra del Golfo ejemplificó esta suspensión de la realidad entendida a la manera de un videojuego). La unión de ese talante combinatorio con la consecución de logros situados se llama estrategia. Buscamos la efectividad sin la grandilocuencia, las esferas de control sin la legitimación del poder. Sujetos estratégicos, ya no deseamos ser un yo transcendental, ni una mera máscara, sino construcción de identidades múltiples y operativas. No ya la paz perpetua en el horizonte, sino el equilibrio inestable calculado, la turbulencia bajo dominio. Más allá de la jerarquía, para la que no encontramos divina legitimación, y más allá de la anarquía de cuya festiva ingenuidad nos distanciamos, el Caos integrado representa nuestro desideratum.
La innovación fue, lo he reiterado, el impulso modernizador por excelencia. Esa confianza algo ingenua en los avances científicos y tecnológicos tuvo su piedra de toque en el hongo nuclear de Hiroshima. A partir de ese momento, los Estados pensaron, de forma tajante, que debían supervisar la investigación –la suya y la de los demás– y establecer pactos para frenar un mundo desbocado, poseedor de la capacidad de autodestruirse. La resaca de la modernización postuló ideales de seguridad: nada, ni el delirio científico, ni los ideales revolucionarios, debía conturbar un mundo que se requería estable para poder ser trivial. Hoy, sin embargo, el concepto de “sociedad de riesgo” nos habla de un nuevo paradigma global y emotivo. Riesgo en el sentido positivo de que únicamente la audacia empresarial puede generar riqueza, modelos innovadores no derivables de la reiteración, y en el que la promoción profesional se iguala no a la cualificación inicial, sino a la capacidad de adaptación a nuevas metodologías y a la generación de nuevas aplicaciones. Pero también riesgo como la percepción de un peligro ecológico global, de una proyección constante de los desarrollos últimos de situaciones complejas presentes, políticas, industriales, de explotación de recursos o estratégicas.
La revolución industrial marcó el comienzo de la era moderna: la maquinización, la producción en serie, la especialización de la mano de obra, la expansión del capital y la organización sindical de un gran contingente de trabajadores, el éxodo de las zonas rurales a las urbes, la ruptura de las formas de vida comunitarias tradicionales, etc. La sociedad postindustrial pretendía caracterizar un avanzado nivel de productividad, de acumulación de riqueza, un dinamismo interno que distorsionaba las nociones de clases sociales, la separación entre lo público y lo privado, las formas del saber y su difusión, el predominio del sector terciario sobre el secundario, la generalización de la sociedad de consumo y nuevos espacios de conflictividad social. El actual paradigma tecnológico, basado en las tecnologías de la información, subsume la lógica industrial, incorporando la información y el conocimiento a las áreas de producción y de circulación del capital. Nace así la nueva economía, informacional y global, en definición de Manuel Castell: “economía cuyos componentes nucleares tienen la capacidad institucional, organizativa y tecnológica de funcionar como una unidad en tiempo real, o en un tiempo establecido, a escala planetaria”(12). Efectiva globalización financiera, con la desregulación de mercados y liberalización de transacciones, apoyada en las telecomunicaciones avanzadas y al albur de los movimientos especulativos de flujos financieros.
Todo ello nos sitúa más allá de las determinaciones modernas de ciudad y territorio. Si la ocupación yuppie de los barrios periféricos y, en el extremo económico opuesto, la hipertrofia de la ciudad dormitorio, marcaron una reordenación urbana, la noción de extraterritorialidad generó metáforas culturales positivas. Pero la sociedad globalizada no se rige ya por el par centro-periferia, sino por una red de megaciudades conectadas que nos habla en todo caso de lo ubicuo transfronterizo.
Los cambios descritos afectan también indudablemente a las relaciones sociales, conformando un nuevo tipo de vida, de vernos, de sentirnos, de comunicarnos, un horizonte emotivo en el que reconocemos la cotidianeidad y fabulamos lo extraordinario. Los agentes sociales que construyeron la modernidad emanaban del individuo, pero creían en lo grupal, el pueblo, la clase, la ciudadanía... articulaban formas de integrar un proyecto político deseable. La postmodernidad tendió una sombra escéptica sobre la fe en el progreso o las posibilidades revolucionarias. Emerge así el individuo, pero esta vez retrepado en lo privado, en un hedonismo doméstico, alejado del fervor de lo público y de la épica del esfuerzo como clave ética. Actualmente, contemplamos un desplazamiento: ese egotismo de hace apenas una década, ahondando en sí mismo, genera novedosas formas de interacción con lo social. Vemos surgir una forma de aislamiento conectado. Los sujetos aislados establecen frente a la pantalla del ordenador toda una red de comunicaciones personales, eróticas, por aficiones e incluso como estrategias de movilización virtual. El chat ha sustituido en gran medida los mecanismos de agrupación tradicionales, manteniendo la privacidad del individualismo, pero incorporando modos de interacción social de una expansión hasta hace poco inimaginable. No se trata de la actividad moderna, ni del agotamiento postmoderno, sino de la conectividad estática transmoderna. Es esta configuración del yo a través de la pantalla la que otorga una visibilidad abrumadora y a la vez resguardada. Protegidos en esta distancia e instantaneidad, lo personal se convierte en espectáculo, desde los programas televisivos al estilo de Gran Hermano a las imágenes íntimas colgadas en la red. Se trata de una obscenidad de la intimidad que busca, al convertirse en imagen de sí misma difundida, recuperar la realidad, pues ésta reside, más que en los hechos, en su representación. El rechazo a las formas habituales de acción política y partitocracia vehicula el individualismo hacia maneras diversas de incidir éticamente sobre los acontecimientos; nace así un individualismo solidario, que se considera implicado por las cuestiones ecológicas, de la pobreza, las catástrofes naturales o las consecuencias bélicas.
También el ámbito de la fisicidad se ha transformado. La realidad material, su concreción última, átomo, masa, fuerza, espacio, tiempo... eran conceptos que ordenaban el universo newtoniano. La teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, vinieron a subvertirlos, ondas, cuerdas, incertidumbre, líneas gravitacionales, temporalización del espacio... toda una lógica borrosa que devolvía la física casi al ámbito de la metafísica. La sociedad digital abandona el terreno de la especulación, sintetiza la efectividad y lo etéreo. Lo real ya no será la circulación de agregados de átomos (objetos), sino la circulación de paquetes de bits, cuantos de información, enviados en tiempo real. El espacio no es el locus de las transformaciones, ni el supuesto temporalizado y multiplicado en n dimensiones: se torna irrelevante, deja de existir, cuando el límite nunca alcanzado, la velocidad de la luz, se convierte en la instantaneidad cotidiana.
El espíritu, alma, razón, sujetivo, objetivo, absoluto, escenificó las gestas modernas, aunque progresivamente debilitado por el materialismo cientificista se convirtió en metáfora de sí mismo como impulso dinámico y racionalidad compartida. Tras ello, nos quedó el cuerpo, fragmentado, gozoso, libidinal, subversión moral, carne abismada. Hoy, el mero residuo orgánico parece un lastre primitivo, la mente juega a su transformación, lo convierte en experimento de ingeniería genética, lo expande con prótesis tecnológicas. Todos somos mutantes conectados a la red, cyborgs que proclaman la era del postcuerpo, de lo transhumano.
De la misma manera, el sexo, normalizado, reproductor, arma de sometimiento o liberación política, dejó paso al erotismo, que disgregaba con los artificios de la seducción los géneros y los estereotipos. La amenaza del SIDA abrió nuevos espacios asépticos. Pensamos la carne con la misma prevención de una amenaza bíblica, de ahí la perversión visual, profiláctica, del cibersexo.
La modernidad cumplimentó también el imaginario masculino. Para los varones, era el espacio público y la representación política, mientras las mujeres quedaban relegadas a ser los ángeles del hogar. La crisis de los discursos fuertes afectó igualmente a la lógica patriarcal. Se habló entonces, junto con la incorporación de la mujer a las esferas públicas, de una feminización de la cultura, por más discutible que ello fuera. Pero en la época de la tecnología cyber la mujer connota excesivamente el reino de la naturaleza. Es, por así decir, demasiado carnal. El diseño reformula lo natural, la biología se convierte en una rama de la ingeniería, no deseamos que la anatomía determine ninguna de nuestra preelecciones, por ello el icono de la artificiosidad queda hoy ejemplificado en lo transexual.
La cibercultura comporta así mismo transformaciones frente a los dos momentos anteriores que venimos analizando. La alta cultura respondía a criterios jerárquicos y elitistas, la progresiva extensión de la educación a las clases más desfavorecidas fue generando una contracultura popular altamente politizada, el marxismo contribuyó en gran medida a mostrar la manipulación ideológica de los discursos y también a forzar la accesibilidad al saber, pero fue la sociedad postindustrial quien comenzó a necesitar una cultura para el consumo de masas; los intelectuales, como es sabido, se dividieron entre su demonización y su defensa. Si la alta cultura tenía un acceso restringido y la cultura de masas pretendía rentabilizar su consumo exponencial, deberemos esperar al abaratamiento tecnológico de los medios de difusión para que la extensión pueda también contemplar la adecuación al consumidor. Cultura de masas, pero personalizada, a la carta, televisión por cable, revistas especializadas según preferencias raciales, profesionales, de orientación sexual, incorporación al mercado de lo exótico y lo marginal. Standarización abierta que permite la incorporación de las diferencias.
No se requiere, por tanto, la innovación rupturista del tipo de las vanguardias. Con todo, me parece conveniente secuenciar los momentos de la post y transvanguardia, para resguardar un primer paso de rechazo, agotamiento, kitsch, cultura de la copia, crítica de la noción de obra de arte, de la función del museo, ironía destructiva y un segundo estadio, el actual, de ironía reconstructiva, pastiche, hibridación, intertextualidad, transgénero... en el que el net-art y, en general, las nuevas posibilidades tecnológicas retoman poco a poco dinámicas de innovación y ruptura, propias de las antiguas vanguardias. Trans, otra vez, vuelve a ser nuestro prefijo.
La oralidad, la obra, lo narrativo, fueron sustituidos en la cultura postmoderna por una valoración de la escritura, el texto y lo visual. La sociedad trans vuelve a efectuar una síntesis que fusiona hacia delante, incluyendo ambos aspectos cualitativamente trascendidos. La pantalla subsume la oralidad y la escritura, se convierte cada vez en más interactiva en tiempo real y a la vez genera una ciberalfabetización: no es tanto a través de imágenes, sino por medio de textos, como se actualiza la interacción. Pero es una textualidad no referida al autor, a la vocación de sistema, aunque tampoco constituye un mero canto a una combinatoria de significantes ajena a la intención de los sujetos; éstos cortan, pegan, envían, inciden en las series discursivas, de manera que es su propia intencionalidad múltiple e inconexa quien genera un maelström proliferante.
Un mismo proceso secuencia los medios (cine, televisión, ordenador...). Internet será la síntesis de la antigua prensa escrita y los medios de comunicación de masas en una gradación que, según las etapas demarcadas, obedecería sucesivamente a la Galaxia Gutenberg, la Galaxia McLuhan y, finalmente, la Galaxia Microsoft. Volvemos así a la incertidumbre de una vista puesta en el futuro, una expectación futurista cansada del cansancio de los revivals, plagada de héroes cósmicos, amenazas de exterminio y épicas gloriosas, mutantes posthumanos disfrazados de ejecutivos transnacionales, una Final Fantasy para la cual, cada día, inventamos los conceptos, deseosos de transcender las limitaciones, angustiados y delirantes porque todo va demasiado deprisa, y los fragmentos atroces de las miserias que permanecen salpican de sangre un universo falsamente glasofonado, los bits circulan como metralla y aún no hemos resuelto la dimensión humana de la justicia.
La globalización es el todo envolvente, cumplimiento caótico y dinámico del imperativo dialéctico, nuevo paradigma que he apostado por llamar Transmodernidad.
Por debajo de ello, el reto de pensar, la urgencia de actuar, siguen pendientes.
Notas.
(1)Filosofía del Espíritu, parágrafo 552.
(2) WELLMER, Albrecht, Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Ciudad de Valencia-Madrid, Universitat de València-Cátedra,1996, pp. 35-36.
(3) ¿Qué es la globalizacción?, Barcelona, Paidós, 1998.
(4) Op.cit., p. 27.
(5) Op.cit., p. 29.
(6) Turbulence in World Politics, Brighton, 1990.
(7) Op.cit., p. 63.
(8) La Transparence del Mal, París, Galilée, 1990, p.28.
(9) Idem, p. 19.
(10)Idem, p. 25.
(11) término acuñado por R. Robertson, véase M. Featherstone et al. Global Modernities,Londres, 1995.
(12) La era de la información. Vol.1. La sociedad digital, Madrid, Alianza, 2000, p. 137.
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Pensar el mundo es hacerlo con categorías filosóficas. Y quizás haya sido la dialéctica hegeliana el método que mayor pretensión ha tenido de totalización racional. Enfrentarnos a lo “global” nos retrotrae a este épica del sentido que ciertamente parecía algo olvidada en estos últimos tiempos de malbaratamiento y dispersión.
¿Es posible aún hablar de una gran teoría (gran relato)? ¿El dinamismo de lo social sigue respondiendo a una dialéctica mas allá de los finales de partida anunciados?
Las postrimerías del siglo XX nos dejaron en una especie de impasse gnoseológico. Se habló de pensamiento postmetafísico y, con ello, la filosofía parecía inexorablemente ceder su puesto a disciplinas más positivas: la sociología, la economía, la geopolítica incluso. Pero esa misma imposibilidad de Absoluto manchaba de provisionalidad los saberes, otorgándoles un carácter hipotético, pragmático, posibilitista. El relativismo cultural ahogó la universalidad de los principios, y las grandes construcciones teóricas se configuraron únicamente como modelos de comprensión, cuya certidumbre, amén de contingente, era principalmente poética: lógica borrosa, teoría de las catástrofes, física de cuerdas, fractales y agujeros negros impregnando por doquier de finitud situada nuestras pretensiones teóricas.
La pasada centuria cumplimentó la estética del asesinato sin estridencia, la orgía displicente de la extenuación. Cada vez más, el mundo dejó de ser un factum, un conjunto de hechos, para convertirse en un fictum, un adherido de simulacros. Primero, se consumó el crimen de las esencias, ese transfondo noúmenico con que la antigua metafísica pretendía dar urdimbre subterránea a los fenómenos. Más tarde, la materialidad empírica fue adelgazando su consistencia hasta convertirse en un mero constructo ilusorio de nuestros modelos teóricos. Posteriormente, fue la Teoría misma, quien, aislada en sí misma y sin paradigmas contundentes, emergió como un heterogéneo haz de micrologías. Con esta triple crisis de la fundamentación –metafísica, empírica y teórica–, las nociones más arraigadas se convirtieron en meros consensos estratégicos. Tras la muerte de Dios y del Ser, a manera de epidemia silenciosa, un extinguirse desfallecido completó la plaga exterminadora: la Realidad, el Sujeto, la Historia... mostraban boqueantes los estertores de la agonía. El pensamiento se convirtió en un desalentado deambular entre espectros. Inusitada experiencia de lo fantasmático que, sin embargo, rehuía cualquier tinte de tragedia. Una afiebrada apoteosis de lo carnavalesco, una alegría dichosa de lo efímero tornó festivo este baile de muertos. Cual si de cuerpos gloriosos se tratara, felices al fin de deshacernos de la podredumbre de la carne, nos aprestamos a ser imágenes de nosotros mismos, entes aproximativos en un decorado virtual.
Delirio de la extinción, amable irrelevancia, feliz sustitución de las catedrales por las grandes superficies.
Pero veamos más de cerca algunas de las referencias y momentos mencionados.
Rápida revisitación hegeliana
Para Hegel, el Entendimiento es la forma característica del pensamiento deductivo, ejercicio analítico apropiado para las ciencias y la vida práctica, postulador de axiomas y reglas, que atomizan y desecan conceptualmente el fluir de los acontecimientos. Constituye tan sólo el primer momento del pensamiento filosófico, que ha de ser superado por un segundo: la Dialéctica, autodesplazamiento de las determinaciones finitas del primero. La Dialéctica conforma un trasiego de abstracciones contradictorias y complementarias, un fluir de nociones interdependientes, que en su dinamismo refleja el propio movimiento de la realidad. Todo cuanto existe se transforma en su contrario, es transitorio y mutable. Más allá del principio de tercio excluso de la lógica formal, no sólo A y no A es posible, sino que esta misma contradicción en el seno de los hechos se convierte en su primordial fuerza motriz. Un mundo contradictorio no es lo impensable, sino su más profunda realidad. Habremos, pues, de forzar nuestra lógica de forma que lo real sea también pensable; ello configura la función de la Dialéctica, un momento a su vez del pensar filosófico superado por la Razón, aquella que revelará la armonía subyacente –o supracente– a la contradicción, de una forma activa, englobando los opuestos en nuevas unidades. La etapa racional o especulativa de la filosofía representa “un regreso pensante a la impensada racionalidad del pensamiento y del habla ordinarios que antes había sido disuelta por la acción del Entendimiento”. Un ansia de Totalidad lograda, cumplimiento y enlace con una primera experiencia intuitiva, que no anula en un continuo homogéneo las contradicciones, pues las engloba, haciéndolas médula y tuétano de su unidad superior. Movimiento triádico que parte de un todo inmediato para fracturarlo, percibir posteriormente su miriádico estallido dinámico y elevarlo finalmente a una nueva y rica estabilidad. Tesis, Antítesis y Síntesis anuncian incansablemente el devenir del Espíritu, del Conocimiento Absoluto. La verdad es, definitivamente, el Todo; su forma de manifestarse, la Wissenschaft o Ciencia Sistemática; su tarea, “la realización del universal mediante la superación de pensamientos fijos y definidos”. El “Idealismo” de la Razón muestra la gesta de la comprensión y el dominio del mundo a través del Conocimiento Absoluto, cumple la reconciliación entre conciencia y autoconciencia. La historia ha recorrido fragmentariamente una serie de momentos, reunidos posteriormente en el Espíritu Absoluto. Así, “el Espíritu pensante de la Historia Universal, en la medida en que se despoja de esas limitaciones de los particulares Espíritus Nacionales y su propia mundanidad, capta su propia universalidad concreta y se eleva al conocimiento del Espíritu Absoluto, como la verdad eterna en la que la Razón cognitiva es libre para sí misma, mientras que necesidad, naturaleza e historia meramente son los ministros de su revelación y los vasallos de su honor”(1) .
La Modernidad como discurso global
He creído conveniente retomar estos breves trazos del pensamiento hegeliano para recordar cuan lejos nos hallamos de su romántica epopeya y, sin embargo, pienso demostrar, cuan olvidadizamente envueltos en retóricas totalizantes.
Don Jorge Guillermo Federico tenía algo de visionario y, cual Napoleón de los conceptos, tuvo su Waterloo de olvido. La Modernidad se construyó con las piedras de la Ilustración y la argamasa de la industrialización, postergando las pompas del Sturm und Drang; pero no deja de tener, con mirada retrospectiva, un cierto talante sistemático, aquel que otorga la creencia en Valores Universales y una fe casi incontestable en los bastiones del Sujeto, la Razón, la Historia o el Progreso.
El proyecto de la Modernidad ha sido datado por Habermas en el esfuerzo ilustrado por desarrollar desde la razón las esferas de la ciencia, la moralidad y el arte, separadas de los ámbitos de la metafísica y la religión. Si ello se plantea en el terreno de la teoría, la concreción material conlleva un proceso de modernización: revolución industrial, avances científicos, crecimiento demográfico, desarrollo de la tecnología, expansión de los mercados, capitalismo... que diseña un eje imparable caracterizado por el primado del dinamismo y la innovación. La Modernidad representa una mirada puesta en el futuro; es en él, y no en la imitación del pasado, donde el individuo piensa encontrar la realización de sus expectativas más o menos utópicas; lo nuevo atrae como rechazo y superación permanente, de ahí el espíritu vanguardista que anima la modernidad estética. Estos dos aspectos, fundamentos teóricos y desarrollo material, tienen, sin embargo, una desigual solidez; mientras el segundo parece constante, asumiendo las nuevas formas (sociedad postindustrial, nuevas tecnologías de la información...), el primero ha sido fuertemente criticado. Como Albrecht Wellmer resalta: “la modernidad, desde un punto de vista técnico y económico, está hecha de una madera tan dura que el jugar con su fin se convierte fácilmente en un juego de niños; en cambio, su sustancia político-moral, sus tradiciones democráticas y liberales, son tan frágiles, que el jugar con su fin se convierte en jugar con fuego. El transgredir la modernidad, en el sentido de una recaída en la barbarie, es hoy una posibilidad real”(2) .
La Modernidad, más allá de la heterogeneidad de sus contenidos, se percibe a la manera de un conjunto coherente de racionalidad y progreso ético-social, cuyo debilitamiento es sentido por muchos en forma de verdadera amenaza. Un paradigma donde, por así decirlo, todo ocupa el lugar adecuado. El conocimiento responde a un modelo objetivo y científico, validado por la experiencia y el progresivo dominio de la naturaleza, consolidado en un desarrollo de la técnica. Ello confluye en una superior emancipación del individuo y en el logro de mayores cotas de libertad y justicia social como horizonte paulatinamente alcanzable. Es esta Utopía la que cohesiona un modelo, cuya quiebra, desde su propio punto de vista, no puede sino conducir a la barbarie.
La quiebra de la postmodernidad
La Modernidad se ancla, por tanto, en la posibilidad y legitimidad de los discursos globales. La crisis postmoderna atentará precisamente contra esta posibilidad y legitimidad.
Lyotard denunció el fin des Grands Récits (modelo ilustrado, hegelianismo, marxismo, cristianismo...). La historia deja de entenderse cual un progreso lineal encaminado a la emancipación. Según ello entraríamos, en palabras de Arnold Gehlen, en la época de la post-historia. La razón universal habría revelado su manipuladora faz de racionalidad instrumental (Escuela de Francfort) y su utopía se habría mostrado como una efectiva jaula de hierro (Weber).
El fin del paradigma unitario abría la puerta a múltiples micrologías, discursos contextualizados, que ofrecían un panorama heterogéneo y disperso. Fragmento, polisemia, diferencia, exceso, hibridez... fueron conceptos preferidos para caracterizar esta situación. El descrédito de la innovación hizo abandonar el talante vanguardista, el futuro dejó de ser el referente y el pasado se convirtió en un almacén de imágenes, estilos e ideas para reutilizar. Pastiche, hipertexto, cultura de la copia, en suma, y del simulacro.
Sin embargo, es hora de analizar no sólo la quiebra de la postmodernidad, en el sentido de la ruptura que supuso con respecto a la fase anterior, sino la propia quiebra de ésta, es decir, su crisis.
Toda innovación cultural, en cuanto rompe con el discurso hegemónico, tiene un efecto crítico y revulsivo. La realidad se nos aparece de otra manera y nos urge a pensar con otros conceptos, forjarlos incluso, poner nombre a lo que aún no lo tiene. Es la labor de los pioneros intelectuales. Después, toda una legión de obrerillos apuntalará la construcción, perfilará sus aristas y reproducirá el modelo hasta la saciedad. Es la fase de la escolástica anquilosada, que, por sabida y estereotipada, torna caduca la construcción conceptual. Ya no nos encontramos ante la incertidumbre del pionero que se adentra en tierras ignotas y avanza inseguro el pie, sin saber si la consistencia del suelo soportará la audacia de su escalada, sino ante la plana certeza del papagayo repitiendo lugares comunes como si fueran axiomas, y que aun cuando parezca hablar igual que el pionero, completa justamente la labor contraria: frente al avance por territorios inexplorados, el anclaje en lo Mismo, un cerrar ojos y oídos a una realidad dinámica que estalla por los cuatro costados en un traje ya demasiado estrecho.
¿Podemos en los albores del siglo XXI seguir repitiendo sin pestañeo los conceptos post que fueron rupturistas hace más de veinte años?
Uno de los pilares del pensamiento post lo constituía, como ya hemos subrayado, la afirmación de la imposibilidad de los Grandes Relatos, de una nueva totalidad teórica. No obstante, desde una década a esta parte, un concepto estrella emerge por doquier.
La fragmentación y la multiplicidad de que daba cuenta la Postmodernidad parecían de forma irreversible condenadas a las fuerzas centrífugas y, sin embargo, los fragmentos dispersos han sido puestos en contacto, “englobados”, gracias a la revolución virtual de la sociedad de la información, posibilitando un nuevo Gran Relato: La Globalización.
Las Grandes metanarrativas de la Modernidad eran fruto de un esfuerzo teórico, de una voluntad de sistema, pertenecían al ámbito del conocimiento. La globalización, en cambio, es un resultado a posteriori de una revolución tecnológica, efecto práctico de una voluntad de interconectividad, y pertenece al ámbito de la información.
A la sociedad industrial correspondía la cultura moderna, a la sociedad postindustrial la cultura postmoderna, a una sociedad globalizada responde un tipo de cultura que, desde hace tiempo, vengo llamando transmoderna.
Modernidad, Postmodernidad, Transmodernidad sería la tríada dialéctica que, más o menos hegelianamente, completaría un proceso de tesis, antítesis y síntesis.
Globalización
El fenómeno de la globalización no puede reducirse hoy al mero inicio del “sistema mundial capitalista” que algunos (Wallerstein) remontarían al siglo XV con el surgimiento del capitalismo. Tras el llamado fin de la política o fin de lo social, nos hallamos ante una nueva intersección de ambos sectores mas allá del paradigma de los Estados nacionales.
De cara a una buena caracterización, parece pertinente la diferenciación que Ulrich Beck (3) realiza entre globalismo, globalidad y globalización. Por globalismo entiende “la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la ideología del liberalismo”(4) . La noción de globalidad apuntaría a la constatación de estar viviendo en una “sociedad mundial” donde no existen espacios cerrados. Dicha globalidad se pretende irreversible precisamente porque responde a profundos procesos, aunque no todos al mismo nivel, de globalización económica, política, social, cultural, ecológica... Así, globalización aglutina, responde y da nombre a todos aquellos “procesos en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”(5).
Todo ello configura un horizonte no ciertamente nuevo, pero sí cada vez estructurado de manera más coherente y consolidada, que apuntaría las siguientes líneas generales: mercado global, cultura globalizada, desarrollo constante de las tecnologías de la comunicación, sociedad de la información, política mundial postinternacional y policéntrica, implicación global de los conflictos bélicos, transculturales, los atentados ecológicos y el problema de la pobreza. Esta constante presencia de flujos y conectividad constituye un naciente proceso de totalidad, cuyo modelo no es jerárquico o piramidal, sino reticular, desorganizado, sin centro hegemónico. Si la consolidación del Estado nacional dirigió el impulso moderno, y la sociedad postindustrial representó un fluido esfuerzo por dotar de sentido a los organismos internacionales, intentando ampliar el modelo político moderno de un renovado y plural contrato social, la globalización muestra las limitaciones del modelo estrictamente político, incorporando los recientes actores financieros, movimientos no gubernamentales, mediáticos.. .sin que resulte siquiera pensable o deseable la idea de un gobierno mundial, aun fundado en vagos principios democráticos o de respeto a normas compartidas como los Derechos Humanos.
Son estas declaraciones formales, así la citada de los derechos humanos, las que hoy ostentan una marca paradójica. Por un lado, se mantienen como huecos paradigmas de un espíritu ilustrado ya caduco; por otro, se pretenden ideales regulativos para un nuevo cosmopolitismo republicano o elemento movilizador light de organizaciones no gubernamentales que parecen, blandamente, haber tomado el relevo de la otrora clase obrera revolucionaria. En cualquier caso, su universalismo, más allá de los Estados nacionales, y por el mismo debilitamiento de éstos, encuentra también menguadas las atribuciones de los órganos supervisores de su observancia.
Lo Glocal (R. Robertson), esto es, la preponderancia de los niveles globales y locales en detrimento de los espacios territoriales tradicionales, diseña una nueva geopolítica, donde el espacio en el que medró la construcción de la Modernidad parece despojado de su protagonismo histórico y de la urdimbre afianzadora de todo un modelo político, ético, social e identitario. El fin del “dominio estatal del espacio” (Agnew y Corbridge) nos sumerge en un “espacio de flujos” (Castells), que acaba definitivamente con el paradigma moderno.
La teoría política y ética se nos aparece rezagada, enarbolando conceptos acartonados e inadecuados, en un vano intento por racionalizar fenómenos que no caben en unas hechuras diseñadas para un mundo distinto del actual. Nuestro pensamiento, como nuestra realidad social, debe convertirse en “transfronterizo”, fluido, reticular e inestable. Un pensamiento de riesgo para pensar la sociedad de riesgo mundial. Después de lo nacional, lo postnacional y, posteriormente a ello, lo transnacional. Trans es el prefijo que debe guiar la nueva razón digital en una realidad virtual y fluctuante.
Esta “política mundial policéntrica” según de Rosenau (6) es caracterizada, en lectura de Beck (7) , por la aparición de:
- Organizaciones transnacionales (del Banco Mundial a las multinacionales, de las ONGs a la mafia...).
- Problemas transnacionales (crisis monetarias, cambio climático, las drogas, el SIDA, los conflictos étnicos...)
- Eventos transnacionales (guerras, competiciones deportivas, cultura de masas, movilizaciones solidarias...)
- Comunidades transnacionales (basadas en la religión, estilos de vida generacionales, respuestas ecológicas, identidades raciales...)
- Estructuras transnacionales (laborales, culturales, financieras...)
Transmodernidad
La globalización muestra cómo lo que realmente pasa ocurre en muchos lugares a la vez, y no cual mero eco o reverberación. Es la interconexión misma quien produce esa simultaneidad. Lo local se convierte en translocal.
La posibilidad de acciones en tiempo real crea una suerte de eternidad laplaciana, no estática sino dinámica, la permanencia de la celeridad. La realidad es constante transformación. Las circunstancias concretas se transcienden, forman parte de un conjunto interconectado, que globalmente se reajusta sin cesar. Finalmente, el Todo no nos remite a una instancia religiosa o supranatural, tampoco al reino noúmenico de la metafísica o de la Lógica Absoluta. Lo transcendente estaba más allá y más acá de la realidad empírica, ahora se ha convertido en la propia realidad empírica hiperrealizada: la transcedencia virtual.
La cultura ya no es la matriz universal que atenúa las diferencias, pero tampoco la expresión de un Volkgeist. La sociedad postmoderna, vía la crítica postcolonial, pretendió acabar con ese vilipendiado universalismo de “hombres blancos muertos o viejos” en favor del multiculturalismo; frente a ello, la sociedad de la información globalizada nos ofrece un efectivo panorama no post ni multi, sino transcultural, a modo de síntesis dialéctica, pues incluye en su seno tanto el impulso cosmopolita cuanto las presencias locales más exiguas.
Denominamos a la sociedad de la información “sociedad del conocimiento”, y ello implica un sutil desplazamiento epistemológico. Conocer ha sido, durante centurias, desvelar, penetrar –no en vano la verdad se entendió platónicamente como aletheia. Debíamos prescindir de la apariencia para llegar a la esencia, ir más allá de los fenómenos para descubrir lo nouménico, encontrar la cifra, la lógica que subyacía a los acontecimientos, la fórmula que nos posibilitara el adecuado proceso inductivo-deductivo. Pues bien, ahora el criterio de corrección del conocimiento ya no lo prescribe la adequatio (intellectus ad rem) sino la transmisibilidad. Ésta es la sociedad del conocimiento porque se configura y transforma en función de la cantidad de conocimiento que transmite. Lo no transfererible no cuenta. Todos, en la medida en que seamos proveedores de software, consigamos reciclarlo, utilizarlo, difundirlo, aplicarlo, estaremos en situación de ocupar el puesto líder de los aventajados. Ser interactivos es dominar los códigos de la transmisibilidad; triunfar, obtener réditos de ello. Si en la sociedad industrial la plusvalía la generaba la fuerza de trabajo, en la sociedad digital el valor añadido lo configura el input de transmisibilidad.
Estamos en la era de las transformaciones, los compartimentos estancos dejan de tener sentido, todo funciona en tanto está interconectado, trabaja en equipo o es capaz de reformularse según nuevas demandas o aplicaciones. La sociedad industrial promovió la fabricación en serie y el consumo masificado como criterio de rentabilidad, hoy los productos base deben poder adaptarse a la demanda individualizada, sea en el mobiliario de diseño, la programación informática o en la televisión por cable. Y no sólo los productos manufacturados: la propia naturaleza se convierte en algo maleable a través del diseño, los transgénicos se alzan a la vez en esperanza y amenaza. E incluso el cuerpo promueve una simbiosis entre la biología y la máquina: chips, implantes, reproducción asistida, clonación, adheridos tecnológicos que prolongan nuestra sensorialidad desde el móvil al ordenador de pulsera. El modelo cyborg dibuja la metáfora de una corporalidad transhumana, mutante, de la misma manera que la transexualidad ha dislocado y abierto toda un posibilidad combinatoria de géneros, deseos e identidades, más allá del par masculino/femenino.
Jean Baudrillard ha descrito magistralmente toda esta escenografía de lo trans. Según su percepción “todos somos transexuales, en tanto el cuerpo sexuado está abocado hoy a una suerte de destino artificial”(8). Lo social se convierte en su propia puesta en escena mediática: “estamos en la transpolítica, es decir en el grado cero de lo político, que es también el de su reproducción y de su simulación indefinida”(9). La semiurgia de las cosas a través de la publicidad, los media y las imágenes comportaría una transestética, vértigo ecléctico de las formas. “El sistema funciona menos por la plusvalía de la mercancía que por la plusvalía estética del signo”(10).
Si la glasnost (transparencia) marcó la caída de la perestroika, el deshielo del régimen soviético y el fin de la política de bloques, esa misma metáfora de transparencia ejemplifica hoy un mundo que desea ser imagen, instantánea presencia en la pantalla, holograma translúcido y transferible.
Un mundo transaccional cuyo modelo de legitimación no es la autoridad, sino el contrato, la negociación para el ámbito político, financiero o social, criterio que avala tanto el talante democrático cuanto el dinamismo económico.
No se trata de un mero juego de palabras, de la aleatoria frecuencia de un prefijo sin mayores consecuencias. Su apabullante presencia en aquellos calificativos con los que pretendemos describir nuestro presente es el aviso de una diferente configuración epistemológica, de una serie de desplazamientos epistémicos generadores de un nuevo paradigma. Nos empeñamos en pensar política y éticamente con nociones modernas, repetimos cultural y estéticamente los tópicos postmodernos, reflexionamos sobre la globalización con la perplejidad de este ir y venir entre ambos paradigmas fenecidos. La realidad es ya otra, urge un pensamiento transmoderno, es necesario, si queremos comprender lo que está ocurriendo, pensar la Globalización con el paradigma de la Transmodernidad.
La Transmodernidad se nos aparece síntesis dialéctica de la tesis moderna y la antítesis postmoderna, bien cierto que al modo light, híbrido y virtual propio de los tiempos. Irónicamente, frente a las pretensiones hegelianas, no como un acrecentamiento del Absoluto, sino constituyendo su vaciamiento omnipresente; no como verdadera realidad, sino virtualidad real; abandona la estructura piramidal y arborescente del Sistema, para adoptar el modelo reticular de la excrecencia replicante. Obviamente, la globalidad no es el Espíritu, ni el pensamiento único la Razón Absoluta, pero precisamente la síntesis, para serlo, debía recoger a la vez la positividad moderna y el vacío postmoderno, el anhelo de unidad del primero y la fragmentación del segundo. Henos aquí en una totalización suma de contingencias, que olvida el Fundamento y la Definición, convirtiéndose en cristalografía proliferante.
Quizás una enumeración de las características de los tres momentos pueda clarificarnos el proceso, aunque ello necesariamente implique una simplificación y una parcelación de un continuum mucho más complejo.
MODERNIDAD POSTMODERNIDAD TRANSMODERNIDAD
Realidad Simulacro Virtualidad
Presencia Ausencia Telepresencia
Homogeneidad Heterogeneidad Diversidad
Centramiento Dispersión Red
Temporalidad Fin de la historia Instantaneidad
Razón Deconstrucción Pensamiento único
Conocimiento Antifundamentalismo Información
escéptico
Nacional Postnacional Transnacional
Global Local Glocal
Imperialismo Postcolonialismo Cosmopolitismo transétnico
Cultura Multicultura Transcultura
Fin Juego Estrategia
Jerarquía Anarquía Caos integrado
Innovación Seguridad Sociedad de riesgo
Economía industrial Economía postindustrial Nueva economía
Territorio Extraterritorialidad Ubícuo transfronterizo
Ciudad Barrios periféricos Megaciudad
Pueblo/clase Individuo Chat
Actividad Agotamiento Conectividad estática
Público Privado Obscenidad de la intimidad
Esfuerzo Hedonismo Individualismo solidario
Espíritu Cuerpo Cyborg
Átomo Cuanto Bit
Sexo Erotismo Cibersexo
Masculino Femenino Transexual
Alta cultura Cultura de masas Cultura de masas personalizada
Vanguardia Postvanguardia Transvanguardia
Oralidad Escritura Pantalla
Obra Texto Hipertexto
Narrativo Visual Multimedia
Cine Televisión Ordenador
Prensa Mass-media Internet
Galaxia Gutenberg Galaxia McLuhan Galaxia Microsoft
Progreso/futuro Revival pasado Final Fantasy
Si observamos las tres columnas, en la primera predominan los principios bien definidos que tienden a la cohesión, la unidad, la afirmación, a un pensamiento fuerte. La segunda se ordena generalmente como antítesis: disgregación, multiplicidad, negación, pensamiento débil. La tercera suele mantener el ímpetu definidor de la primera pero despojado de su fundamento: al incorporar su negación, resuelve el tercer momento en una especie de clausura especular.
Veamos un poco más detenidamente las tríadas.
La Modernidad tenía el patrimonio de la realidad, aspiraba a su transformación. La semiosfera, nutriente del pensamiento postmoderno, lo transforma todo en lenguajes; el significante, alejado del referente, halla su significado en el reino del sentido, de la construcción eidética, por ello no es de extrañar que, en vez de realidades, encuentre simulacros. Sin embargo, ese camino hacia la desaparición sufre un giro inesperado en la visión transmoderna. Lo real y lo irreal ya no son opuestos, al aparecer un nuevo concepto de realidad, aquella no ligada a lo material sin por ello convertirse en ficción. La realidad y la existencia ya no son sinónimas: hay una realidad que no deja de “ser” por el hecho de “no existir” y que no se conforma con el mero status de simulacro, es la verdadera realidad: lo virtual.
La noción de presencia se modifica, por tanto, con este proceso. El sujeto moderno es un sujeto actuante que incide en los acontecimientos por su implicación física en ellos, ya sea en la transformación material de las mercancías, en el transporte, en los viajes, en las guerras, etc. La invención del telégrafo, del teléfono... prepara los primeros ensayos de acción a distancia. La sociedad postmoderna se halla sumergida en toda una serie de medios, pero la separación entre emisor y receptor mantiene la dilación espacio temporal, el receptor se encuentra abrumado frente a una serie de artilugios y un bombardeo de mensajes, la comunicación pierde la cercanía de los hechos; de esta manera, el individuo se siente pasivo receptáculo de procesos sobre los que no puede influir. Con la posibilidad tecnológica de la interacción, se rompe esta pasividad, esa sensación de ausencia. En la sociedad transmoderna, el sujeto recibe información y actúa sobre ella, puede incidir en tiempo real sobre lo que está ocurriendo, ya sea para comunicarse por e-mail, participar en un trabajo en grupo, realizar operaciones financieras o manifestar su opinión en directo en un programa televisivo. Está realmente en lo que ocurre a kilómetros de distancia gracias a una efectiva telepresencia.
El discurso moderno buscaba el primado de Lo Mismo, esto es, basculaba en torno al eje de la identidad y la definición, tanto en el terreno de las naciones, cuanto en el de la cultura o la ciencia. Conocer era, aún desde la innovación, integrar lo ajeno en lo propio, cuyo criterio de valencia lo constituía la homogeneidad. Con la crítica post emerge el primado de Lo Otro, los discursos anti-sistema, los márgenes, todo lo falsamente subsumido en una homogeneidad indiferenciada: los grupos raciales, las culturas minoritarias, las mujeres, los homosexuales; el azar, en suma, o lo inclasificable, la heterogeneidad como denuncia y apertura. Pero era una heterogeneidad que parecía dispersa, irreconciliable, cargada por ello de un potencial negativo, ensimismada en su propia consolidación miriádica. Actualmente, vía las nuevas tecnologías de la información, los grupos minoritarios ocupan la red, a veces con una actividad y presencia superior a la de ciertos segmentos tradicionales de la cultura, desde el agit-prop, las movilizaciones internacionales a la elaboración de fondos documentales o de difusión. Por otro lado, los esfuerzos y denuncias de la etapa anterior han creado una suerte de normalidad y asimilación, aun cuando sea en el gueto de los estudios especializados, las minorías estatalmente subvencionadas, la reivindicación de derechos civiles específicos o el exotismo comercializado. No hay, pues, abismo o denegación, sino más bien una especie de tolerancia desafecta, nominal aceptación en orden a lo políticamente correcto, pero que en casos concretos comienza a ser un avance de posiciones. Hoy, esta forma de apoyo a la biodiversidad cultural constituye, amén de un enunciado más o menos programático, una real visibilidad accesible.
Podemos encontrar las tendencias mencionadas en el imaginario estructural con que se ha pensado cada etapa. Hegel definía Sistema frente al mero Agregat y, por supuesto, toda su obra va encaminada a lograr ese Todo sistemático. Deleuze opuso rizoma a la estructura en árbol, optando por el primero. Vemos aquí la ruptura entre un pensamiento que tiende al centro, al orden, al tronco común origen de las sucesivas derivaciones y otro que apuesta por la dispersión en sentido liberador. Todo lo post pugnó por hacer estallar ese centro neurálgico en series, fragmentos, trazos, universo gnoseológico en expansión que no rehuyó lo caótico y conceptualizó el equilibrio como entropía aniquilante. Dicha dispersión encuentra sin embargo ahora una metáfora por medio de la cual las fuerzas irremisiblemente centrífugas se enlazan entre sí, de forma dinámica, en un incensante entrecruzarse de conexiones. No hay centro ni sistema ordenado, pero de alguna manera la Red otorga coherencia inestable, imagen global sin traicionar u oponerse al dinamismo de la dispersión.
La Modernidad se halla indisolublemente unida a la noción de tiempo por su propio talante de innovación y progreso, una temporalidad histórica que, ilustradamente, busca un acrecentamiento hacia lo mejor o hegelianamente el cumplimiento del Espíritu Absoluto. La industrialización, el maquinismo, las revoluciones, las utopías sociales... pretenden realizar un avance histórico progresivo. Es este optimismo el que comienza a tambalearse con la crisis de los Grandes Relatos de emancipación; parece como si no hubiera ya utopía esperándonos en el futuro, y se denuncia el rostro mortífero que éstas han tenido en sus intentos de plasmación práctica. El desmoronamiento del socialismo real nos presenta la sociedad de mercado como única alternativa sucediéndose a sí misma. Se apaga el optimismo y el carácter épico, es el momento de la famosa andanada de Fukuyama celebrando el fin de la historia. Pero, más que el acabamiento de los tiempos, la actual coyuntura tecnológica nos sorprende con el salto epistémico de su cumplimiento. El tiempo no es ya decurso, proyección o esperanza: se acelera de forma desorbitada, se condensa y se realiza, es el logro de la instantaneidad. Todo ocurre ya, delante de nosotros y a la vez, vertiginosamente, a la velocidad de la fibra óptica. El mundo transmoderno no es un mundo en progreso, ni fuera de la historia, es un mundo instantáneo, donde el tiempo adquiere la celeridad estática de un presente eternamente actualizado. El antes y el después, la cadena causal de los hechos o su sincronía, quedan también alterados, pues la prioridad de los acontecimientos viene dada por la celeridad de su transmisión, así las noticias menos importantes o de lugares peor conectados llegarán más tarde o ni siquiera llegarán, por lo que en ese caso no existen. Lo considerado menos relevante será percibido como consecuencia, y circunstancias distantes en el tiempo, sin son presentadas conjuntamente, conformarán un todo coetáneo.
La Razón era por excelencia la protagonista del espíritu ilustrado. Más allá de matizaciones terminológicas, nos estamos refiriendo a ese impulso de explicar el mundo y a la confianza en su posibilidad, cuya consecución progresiva alumbrará un consiguiente mejoramiento, social y ético. Pero el siglo veinte fue una centuria plagada de sospechas y autocrítica, que debilitó este pensamiento fuerte, jubiloso. Si tras ella, al fin, únicamente se evidenciaba una voluntad de poder, una manipulación ideológica u oscuras pulsiones inconscientes, sólo nos cabía ejecitarnos en la lucidez de su deconstrucción, derruir ese logocentrismo dominador que había tramado un complot oneroso, oculto en la parafernalia de las grandes palabras: Verdad, Justicia, Moral... Desvelar ese nominalismo mendaz y quedarnos con los signos, en un pensamiento postmetafísico, a medio camino entre la nostalgia y la euforia de la diseminación. Las síntesis no son necesariamente benéficas, a veces comportan lo más rechazable de los momentos anteriores o el retorno nebuloso de su confusión. Sin ser celebrado por nadie, el llamado pensamiento único se nos presenta con toda la pretensión de la necesidad sin alternativa de la razón ilustrada y el tufillo instrumental de los discursos pragmáticos. No obstante, repudiado o arrogante, ostenta ese consenso alimentado por el declive de las teorías alternativas, interlingua política de organismo internacional o financiero. Hay que aguzar mucho el matiz para encontrar la diferencia entre las diversas opciones ideológicas.
Si a la Razón le corresponde el ideal del conocimiento, a su crítica le acompaña un antifundamentalismo escéptico. Las últimas décadas han medrado en el relativismo, contextualismo, culturalismo... La ironía ha sido el arma para detener el retorno de los fastos, y también el instrumento para componer, desde la reiteración distanciada, una nueva estética. Pero todo ello no podíamos dejar de decírnoslo, difundirlo, con grandes aspavientos y forzando la máquina de todos los recursos tecnológicos a nuestro alcance. Esta furia del mensaje, esta compulsión comunicativa, se ha ido encontrando, casi sin esperarlo, con medios cada vez más sofisticados, configurando una especie de noosfera digital, la sociedad de la información, en la que todo –los hechos, los negocios y nosotros mismos– se reduce a paquetes de datos transferibles. La información no requiere de fundamentos metafísicos, su legitimidad no reside en una causa previa, sino en su propio funcionamiento operativo. Un paso más y la síntesis quedará realizada: llamemos a este hervidero de flujos comunicativos “sociedad del conocimiento” y habremos resuelto de un plumazo todos los problemas de más de veinte siglos de metafísica. De la academia a la empresa, de la sustancia al hardware, del monje en la biblioteca al management man.
La Modernidad representó la consolidación de los Estados nacionales como dominio territorial y definición de las identidades colectivas; todas las prácticas sociales (cultura, lengua, economía, historia, autoimagen...) remiten a una homogeneidad interna, controlada estatalmente. Esta soberanía va siendo poco a poco debilitada en favor de un mayor predominio de las relaciones internacionales que, cada vez más, dejan de ser el mero escenario de la diplomacia, las alianzas políticas y el comercio dirigidos por los Estados nacionales, para adquirir un predominio propio, dando lugar a una política postnacional y postinternacional, regida de forma creciente por las organizaciones internacionales, movimientos sociales y empresas transnacionales. Lo transnacional no es una mera negación post, sino recientísima configuración en la que los actores nacionales se ven sobredimensionados y superados, como he apuntado más atrás, por organizaciones, problemas, eventos, comunidades y estructuras transnacionales.
Al Estado moderno le corresponde un imaginario global simple, esto es, un anhelo universalista en cuanto a su cultura, y una vocación imperialista en cuanto a su expansión política: busca consolidar su territorio y proyectarse más allá de él. Este imaginario global simple fue duramente criticado por el pensamiento postmoderno. La momentánea atracción de lo local queda asumida en este conjunto envolvente que incluye lo específico, lo Glocal(11).
El postcolonialismo es algo más que el acceso a la independencia de los países antes colonizados, representa una crisis de legitimidad de todo expansionismo que intenta aunar la vocación inversora, la explotación de países dependientes y la modernización de éstos a través de una cultura supuestamente no marcada. Denuncia política, económica y cultural que, no obstante, se realiza en un mundo donde ya no se pueden recuperar las identidades nacionales estancas, pues los flujos de población han producido un mestizaje tanto en los países colonizadores como en los colonizados, generándose a la vez comunidades transétnicas en el seno de territorios delimitados y comunidades étnicas transterritoriales. La transmodernidad recupera así el ideal moderno del cosmopolitismo, pero no por una universalidad limpia de las diferencias específicas como imaginara el espíritu ilustrado, sino precisamente al diseminar estas diferencias más allá de su ubicación tradicional, generando una cumplida síntesis, un cosmopolitismo transétnico.
La Cultura no se pretende ya crisol de valores universales desentrañados, ni Volkgeist esplendente. Sin embargo, el llamado multiculturalismo se convierte también en una fase transitoria, aquella en la que los países desarrollados observan cómo han perdido la pureza de sus culturas nacionales y, entre el rechazo y el fervor de lo políticamente correcto, constatan, no sin tensiones, la configuración heterogéneamente agrupada de su población. Un paso más y ese efecto centrípeto de cohesión de minorías nacionales en el seno de los Estados vuelve a sufrir el efecto de una redifusión interconectada. Lo étnico no es el ámbito de estudio de la antropología moderna, pero tampoco el lugar de las reivindicaciones de las minorías. El mercado asume y potencia las diferencias en un real “bazar de las culturas”, las identidades locales se desarraigan a la vez que adquieren una difusión insospechada gracias a su mercantilización, la esencia se convierte en diseño, se consumen productos como estilos de vida o gastronomía: cenamos en un restaurante libanés, compramos un futón japonés, decoramos las paredes con motivos africanos, escuchamos música celta o vemos todos las películas rodadas en Hollywood. Aquí y allá, fragmentos de culturas se recombinan en revoltijo híbrido. No se trata de multicultura, sino de transcultura.
La Modernidad era el reino de los fines, proyecto, futuro, meta, realización, horizonte de riqueza y emancipación, utopía del progreso y del cumplimiento. Tras su crisis, pensamos el saber como juegos del lenguaje, la vida también como un juego desde cierto yupismo hedonista. Una cierta infantilización nos introdujo en un ludismo sin transcendencia y, es más, en esta azarosa combinatoria sin futuro se proyectaban las heterotopías liberadoras. Se juega a la bolsa igual que se juega a la guerra (la guerra del Golfo ejemplificó esta suspensión de la realidad entendida a la manera de un videojuego). La unión de ese talante combinatorio con la consecución de logros situados se llama estrategia. Buscamos la efectividad sin la grandilocuencia, las esferas de control sin la legitimación del poder. Sujetos estratégicos, ya no deseamos ser un yo transcendental, ni una mera máscara, sino construcción de identidades múltiples y operativas. No ya la paz perpetua en el horizonte, sino el equilibrio inestable calculado, la turbulencia bajo dominio. Más allá de la jerarquía, para la que no encontramos divina legitimación, y más allá de la anarquía de cuya festiva ingenuidad nos distanciamos, el Caos integrado representa nuestro desideratum.
La innovación fue, lo he reiterado, el impulso modernizador por excelencia. Esa confianza algo ingenua en los avances científicos y tecnológicos tuvo su piedra de toque en el hongo nuclear de Hiroshima. A partir de ese momento, los Estados pensaron, de forma tajante, que debían supervisar la investigación –la suya y la de los demás– y establecer pactos para frenar un mundo desbocado, poseedor de la capacidad de autodestruirse. La resaca de la modernización postuló ideales de seguridad: nada, ni el delirio científico, ni los ideales revolucionarios, debía conturbar un mundo que se requería estable para poder ser trivial. Hoy, sin embargo, el concepto de “sociedad de riesgo” nos habla de un nuevo paradigma global y emotivo. Riesgo en el sentido positivo de que únicamente la audacia empresarial puede generar riqueza, modelos innovadores no derivables de la reiteración, y en el que la promoción profesional se iguala no a la cualificación inicial, sino a la capacidad de adaptación a nuevas metodologías y a la generación de nuevas aplicaciones. Pero también riesgo como la percepción de un peligro ecológico global, de una proyección constante de los desarrollos últimos de situaciones complejas presentes, políticas, industriales, de explotación de recursos o estratégicas.
La revolución industrial marcó el comienzo de la era moderna: la maquinización, la producción en serie, la especialización de la mano de obra, la expansión del capital y la organización sindical de un gran contingente de trabajadores, el éxodo de las zonas rurales a las urbes, la ruptura de las formas de vida comunitarias tradicionales, etc. La sociedad postindustrial pretendía caracterizar un avanzado nivel de productividad, de acumulación de riqueza, un dinamismo interno que distorsionaba las nociones de clases sociales, la separación entre lo público y lo privado, las formas del saber y su difusión, el predominio del sector terciario sobre el secundario, la generalización de la sociedad de consumo y nuevos espacios de conflictividad social. El actual paradigma tecnológico, basado en las tecnologías de la información, subsume la lógica industrial, incorporando la información y el conocimiento a las áreas de producción y de circulación del capital. Nace así la nueva economía, informacional y global, en definición de Manuel Castell: “economía cuyos componentes nucleares tienen la capacidad institucional, organizativa y tecnológica de funcionar como una unidad en tiempo real, o en un tiempo establecido, a escala planetaria”(12). Efectiva globalización financiera, con la desregulación de mercados y liberalización de transacciones, apoyada en las telecomunicaciones avanzadas y al albur de los movimientos especulativos de flujos financieros.
Todo ello nos sitúa más allá de las determinaciones modernas de ciudad y territorio. Si la ocupación yuppie de los barrios periféricos y, en el extremo económico opuesto, la hipertrofia de la ciudad dormitorio, marcaron una reordenación urbana, la noción de extraterritorialidad generó metáforas culturales positivas. Pero la sociedad globalizada no se rige ya por el par centro-periferia, sino por una red de megaciudades conectadas que nos habla en todo caso de lo ubicuo transfronterizo.
Los cambios descritos afectan también indudablemente a las relaciones sociales, conformando un nuevo tipo de vida, de vernos, de sentirnos, de comunicarnos, un horizonte emotivo en el que reconocemos la cotidianeidad y fabulamos lo extraordinario. Los agentes sociales que construyeron la modernidad emanaban del individuo, pero creían en lo grupal, el pueblo, la clase, la ciudadanía... articulaban formas de integrar un proyecto político deseable. La postmodernidad tendió una sombra escéptica sobre la fe en el progreso o las posibilidades revolucionarias. Emerge así el individuo, pero esta vez retrepado en lo privado, en un hedonismo doméstico, alejado del fervor de lo público y de la épica del esfuerzo como clave ética. Actualmente, contemplamos un desplazamiento: ese egotismo de hace apenas una década, ahondando en sí mismo, genera novedosas formas de interacción con lo social. Vemos surgir una forma de aislamiento conectado. Los sujetos aislados establecen frente a la pantalla del ordenador toda una red de comunicaciones personales, eróticas, por aficiones e incluso como estrategias de movilización virtual. El chat ha sustituido en gran medida los mecanismos de agrupación tradicionales, manteniendo la privacidad del individualismo, pero incorporando modos de interacción social de una expansión hasta hace poco inimaginable. No se trata de la actividad moderna, ni del agotamiento postmoderno, sino de la conectividad estática transmoderna. Es esta configuración del yo a través de la pantalla la que otorga una visibilidad abrumadora y a la vez resguardada. Protegidos en esta distancia e instantaneidad, lo personal se convierte en espectáculo, desde los programas televisivos al estilo de Gran Hermano a las imágenes íntimas colgadas en la red. Se trata de una obscenidad de la intimidad que busca, al convertirse en imagen de sí misma difundida, recuperar la realidad, pues ésta reside, más que en los hechos, en su representación. El rechazo a las formas habituales de acción política y partitocracia vehicula el individualismo hacia maneras diversas de incidir éticamente sobre los acontecimientos; nace así un individualismo solidario, que se considera implicado por las cuestiones ecológicas, de la pobreza, las catástrofes naturales o las consecuencias bélicas.
También el ámbito de la fisicidad se ha transformado. La realidad material, su concreción última, átomo, masa, fuerza, espacio, tiempo... eran conceptos que ordenaban el universo newtoniano. La teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, vinieron a subvertirlos, ondas, cuerdas, incertidumbre, líneas gravitacionales, temporalización del espacio... toda una lógica borrosa que devolvía la física casi al ámbito de la metafísica. La sociedad digital abandona el terreno de la especulación, sintetiza la efectividad y lo etéreo. Lo real ya no será la circulación de agregados de átomos (objetos), sino la circulación de paquetes de bits, cuantos de información, enviados en tiempo real. El espacio no es el locus de las transformaciones, ni el supuesto temporalizado y multiplicado en n dimensiones: se torna irrelevante, deja de existir, cuando el límite nunca alcanzado, la velocidad de la luz, se convierte en la instantaneidad cotidiana.
El espíritu, alma, razón, sujetivo, objetivo, absoluto, escenificó las gestas modernas, aunque progresivamente debilitado por el materialismo cientificista se convirtió en metáfora de sí mismo como impulso dinámico y racionalidad compartida. Tras ello, nos quedó el cuerpo, fragmentado, gozoso, libidinal, subversión moral, carne abismada. Hoy, el mero residuo orgánico parece un lastre primitivo, la mente juega a su transformación, lo convierte en experimento de ingeniería genética, lo expande con prótesis tecnológicas. Todos somos mutantes conectados a la red, cyborgs que proclaman la era del postcuerpo, de lo transhumano.
De la misma manera, el sexo, normalizado, reproductor, arma de sometimiento o liberación política, dejó paso al erotismo, que disgregaba con los artificios de la seducción los géneros y los estereotipos. La amenaza del SIDA abrió nuevos espacios asépticos. Pensamos la carne con la misma prevención de una amenaza bíblica, de ahí la perversión visual, profiláctica, del cibersexo.
La modernidad cumplimentó también el imaginario masculino. Para los varones, era el espacio público y la representación política, mientras las mujeres quedaban relegadas a ser los ángeles del hogar. La crisis de los discursos fuertes afectó igualmente a la lógica patriarcal. Se habló entonces, junto con la incorporación de la mujer a las esferas públicas, de una feminización de la cultura, por más discutible que ello fuera. Pero en la época de la tecnología cyber la mujer connota excesivamente el reino de la naturaleza. Es, por así decir, demasiado carnal. El diseño reformula lo natural, la biología se convierte en una rama de la ingeniería, no deseamos que la anatomía determine ninguna de nuestra preelecciones, por ello el icono de la artificiosidad queda hoy ejemplificado en lo transexual.
La cibercultura comporta así mismo transformaciones frente a los dos momentos anteriores que venimos analizando. La alta cultura respondía a criterios jerárquicos y elitistas, la progresiva extensión de la educación a las clases más desfavorecidas fue generando una contracultura popular altamente politizada, el marxismo contribuyó en gran medida a mostrar la manipulación ideológica de los discursos y también a forzar la accesibilidad al saber, pero fue la sociedad postindustrial quien comenzó a necesitar una cultura para el consumo de masas; los intelectuales, como es sabido, se dividieron entre su demonización y su defensa. Si la alta cultura tenía un acceso restringido y la cultura de masas pretendía rentabilizar su consumo exponencial, deberemos esperar al abaratamiento tecnológico de los medios de difusión para que la extensión pueda también contemplar la adecuación al consumidor. Cultura de masas, pero personalizada, a la carta, televisión por cable, revistas especializadas según preferencias raciales, profesionales, de orientación sexual, incorporación al mercado de lo exótico y lo marginal. Standarización abierta que permite la incorporación de las diferencias.
No se requiere, por tanto, la innovación rupturista del tipo de las vanguardias. Con todo, me parece conveniente secuenciar los momentos de la post y transvanguardia, para resguardar un primer paso de rechazo, agotamiento, kitsch, cultura de la copia, crítica de la noción de obra de arte, de la función del museo, ironía destructiva y un segundo estadio, el actual, de ironía reconstructiva, pastiche, hibridación, intertextualidad, transgénero... en el que el net-art y, en general, las nuevas posibilidades tecnológicas retoman poco a poco dinámicas de innovación y ruptura, propias de las antiguas vanguardias. Trans, otra vez, vuelve a ser nuestro prefijo.
La oralidad, la obra, lo narrativo, fueron sustituidos en la cultura postmoderna por una valoración de la escritura, el texto y lo visual. La sociedad trans vuelve a efectuar una síntesis que fusiona hacia delante, incluyendo ambos aspectos cualitativamente trascendidos. La pantalla subsume la oralidad y la escritura, se convierte cada vez en más interactiva en tiempo real y a la vez genera una ciberalfabetización: no es tanto a través de imágenes, sino por medio de textos, como se actualiza la interacción. Pero es una textualidad no referida al autor, a la vocación de sistema, aunque tampoco constituye un mero canto a una combinatoria de significantes ajena a la intención de los sujetos; éstos cortan, pegan, envían, inciden en las series discursivas, de manera que es su propia intencionalidad múltiple e inconexa quien genera un maelström proliferante.
Un mismo proceso secuencia los medios (cine, televisión, ordenador...). Internet será la síntesis de la antigua prensa escrita y los medios de comunicación de masas en una gradación que, según las etapas demarcadas, obedecería sucesivamente a la Galaxia Gutenberg, la Galaxia McLuhan y, finalmente, la Galaxia Microsoft. Volvemos así a la incertidumbre de una vista puesta en el futuro, una expectación futurista cansada del cansancio de los revivals, plagada de héroes cósmicos, amenazas de exterminio y épicas gloriosas, mutantes posthumanos disfrazados de ejecutivos transnacionales, una Final Fantasy para la cual, cada día, inventamos los conceptos, deseosos de transcender las limitaciones, angustiados y delirantes porque todo va demasiado deprisa, y los fragmentos atroces de las miserias que permanecen salpican de sangre un universo falsamente glasofonado, los bits circulan como metralla y aún no hemos resuelto la dimensión humana de la justicia.
La globalización es el todo envolvente, cumplimiento caótico y dinámico del imperativo dialéctico, nuevo paradigma que he apostado por llamar Transmodernidad.
Por debajo de ello, el reto de pensar, la urgencia de actuar, siguen pendientes.
Notas.
(1)Filosofía del Espíritu, parágrafo 552.
(2) WELLMER, Albrecht, Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Ciudad de Valencia-Madrid, Universitat de València-Cátedra,1996, pp. 35-36.
(3) ¿Qué es la globalizacción?, Barcelona, Paidós, 1998.
(4) Op.cit., p. 27.
(5) Op.cit., p. 29.
(6) Turbulence in World Politics, Brighton, 1990.
(7) Op.cit., p. 63.
(8) La Transparence del Mal, París, Galilée, 1990, p.28.
(9) Idem, p. 19.
(10)Idem, p. 25.
(11) término acuñado por R. Robertson, véase M. Featherstone et al. Global Modernities,Londres, 1995.
(12) La era de la información. Vol.1. La sociedad digital, Madrid, Alianza, 2000, p. 137.
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